LA MIRADA PERDIDA
¡Ningún día lograba terminar a mi hora! Aunque no me lo propusiera, algún documento de última hora conspiraba para que me viera obligada a salir tarde de la oficina; y de verdad que me lo proponía, sobre todo porque no me gusta coger el metro cuando ha caído la noche. La estación suele estar semivacía, y los vagones apenas transportan una decena de viajeros. Lo primero que hacía al llegar al andén era comprobar el tiempo que faltaba para que circulara el siguiente tren (en este caso, había tenido suerte porque faltaban dos minutos) y a continuación, echaba un rápido vistazo al andén para no encontrarme con desagradables sorpresas, aunque siempre había algún individuo cercano que me helaba la sangre. La mayoría de veces te desnudaba insolentemente con su mirada obscena.
En esta ocasión, no sé si se trataba de buena suerte o no, el andén estaba vacío y ya se escuchaba el metro aproximándose. Como cada día, me colocaba a la altura del último vagón, justo frente al pasillo de salida en mi estación. Las puertas se abrieron. Sólo había tres personas en el interior del vagón, una mujer y dos hombres. A simple vista no me parecían sospechosos, por lo que me senté frente a ellos. No se habían ni cerrado las puertas cuando ya tenía abierto el libro que leía en ese momento. No podía esperar más, aquel libro de Íker me tenía completamente enganchada. [...] Contrariado, seguí caminando, con mil historias peleándose en mi mente, hasta que ya en las lindes de un barrio menos exclusivo me topé con las puertas de madera de Can Faba, lugar que, a primera vista, me pareció idóneo... El mundo oscuro de la novela luchaba por hacerse hueco en mi mente, pero esa noche no podía concentrarme. La chica sentada frente a mí mantenía fija su mirada en mi cara, como si quisiera transmitirme algo. La situación me producía tensión. Cada pocos renglones yo la observaba de reojo por si podía detectar algo, pero por mucho que yo la interrogara con la vista, ella sólo clavaba en mí sus ojos. [...] Un menú del día abundante, buen café y poca gente. Un cóctel perfecto. La hora avanzada me proporcionaba silencio gracias a la ausencia de comensales. Y así, acurrucado en la esquina, junto al ventanal. Volví a mirarla pero... —¡Nada! ¡Que tía tan extraña! ¡Vaya un descaro que tiene! —pensé. En la siguiente parada se subió un hombre trajeado que, tras titubear unos instantes, vino a sentarse junto a mí ¡Lo que me faltaba, todo el vagón vacío y se tiene que pegar a mi lado! Yo intentaba proseguir con la lectura, pero concentrarme así me resultaba bastante complicado. De pronto, cuando quedaba poco para llegar a la siguiente estación, mi compañero de asiento me susurró al oído: —¡Por favor, disimule! ¡No diga nada y bájese conmigo en la próxima parada! ¡Es por su bien!
Aquel hombre se levantó con normalidad, y se colocó para salir en la puerta cercana. Dudé un poco, pero su aspecto me ofrecía seguridad, así que me coloqué a su lado. Nos apeamos en la estación, y sólo cuando las luces traseras del metro fueron engullidas por el túnel, el hombre me dijo con horror: —Se preguntará por qué he actuado de esta manera tan misteriosa, pero, verá usted, soy médico y estoy acostumbrado a detectar la muerte... y créame, esa mujer sentada enfrente de usted... ¡estaba muerta! Se lo puedo asegurar por experiencia, en mi larga carrera profesional he tenido que ver muchos cadáveres. Aquellos dos hombres la mantenían sujeta. Tenía la obligación de prevenirla. No supe qué decir, superada por lo siniestro de la situación. Él mismo se encargó de alertar por el teléfono de andén a los vigilantes de las siguientes estaciones. Durante muchas noches me desperté sobresaltada, empapada en sudor, recordando aquella penetrante mirada clavada en mis ojos
¡Ningún día lograba terminar a mi hora! Aunque no me lo propusiera, algún documento de última hora conspiraba para que me viera obligada a salir tarde de la oficina; y de verdad que me lo proponía, sobre todo porque no me gusta coger el metro cuando ha caído la noche. La estación suele estar semivacía, y los vagones apenas transportan una decena de viajeros. Lo primero que hacía al llegar al andén era comprobar el tiempo que faltaba para que circulara el siguiente tren (en este caso, había tenido suerte porque faltaban dos minutos) y a continuación, echaba un rápido vistazo al andén para no encontrarme con desagradables sorpresas, aunque siempre había algún individuo cercano que me helaba la sangre. La mayoría de veces te desnudaba insolentemente con su mirada obscena.
En esta ocasión, no sé si se trataba de buena suerte o no, el andén estaba vacío y ya se escuchaba el metro aproximándose. Como cada día, me colocaba a la altura del último vagón, justo frente al pasillo de salida en mi estación. Las puertas se abrieron. Sólo había tres personas en el interior del vagón, una mujer y dos hombres. A simple vista no me parecían sospechosos, por lo que me senté frente a ellos. No se habían ni cerrado las puertas cuando ya tenía abierto el libro que leía en ese momento. No podía esperar más, aquel libro de Íker me tenía completamente enganchada. [...] Contrariado, seguí caminando, con mil historias peleándose en mi mente, hasta que ya en las lindes de un barrio menos exclusivo me topé con las puertas de madera de Can Faba, lugar que, a primera vista, me pareció idóneo... El mundo oscuro de la novela luchaba por hacerse hueco en mi mente, pero esa noche no podía concentrarme. La chica sentada frente a mí mantenía fija su mirada en mi cara, como si quisiera transmitirme algo. La situación me producía tensión. Cada pocos renglones yo la observaba de reojo por si podía detectar algo, pero por mucho que yo la interrogara con la vista, ella sólo clavaba en mí sus ojos. [...] Un menú del día abundante, buen café y poca gente. Un cóctel perfecto. La hora avanzada me proporcionaba silencio gracias a la ausencia de comensales. Y así, acurrucado en la esquina, junto al ventanal. Volví a mirarla pero... —¡Nada! ¡Que tía tan extraña! ¡Vaya un descaro que tiene! —pensé. En la siguiente parada se subió un hombre trajeado que, tras titubear unos instantes, vino a sentarse junto a mí ¡Lo que me faltaba, todo el vagón vacío y se tiene que pegar a mi lado! Yo intentaba proseguir con la lectura, pero concentrarme así me resultaba bastante complicado. De pronto, cuando quedaba poco para llegar a la siguiente estación, mi compañero de asiento me susurró al oído: —¡Por favor, disimule! ¡No diga nada y bájese conmigo en la próxima parada! ¡Es por su bien!
Aquel hombre se levantó con normalidad, y se colocó para salir en la puerta cercana. Dudé un poco, pero su aspecto me ofrecía seguridad, así que me coloqué a su lado. Nos apeamos en la estación, y sólo cuando las luces traseras del metro fueron engullidas por el túnel, el hombre me dijo con horror: —Se preguntará por qué he actuado de esta manera tan misteriosa, pero, verá usted, soy médico y estoy acostumbrado a detectar la muerte... y créame, esa mujer sentada enfrente de usted... ¡estaba muerta! Se lo puedo asegurar por experiencia, en mi larga carrera profesional he tenido que ver muchos cadáveres. Aquellos dos hombres la mantenían sujeta. Tenía la obligación de prevenirla. No supe qué decir, superada por lo siniestro de la situación. Él mismo se encargó de alertar por el teléfono de andén a los vigilantes de las siguientes estaciones. Durante muchas noches me desperté sobresaltada, empapada en sudor, recordando aquella penetrante mirada clavada en mis ojos
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